ANTONIO DÍAZ GARCÍA - ESCULTURAS
González cortando, repujando y soldando el hierro, y Antonio Díaz la ha encontrado a pie de forja. Como escultora no me atrevo a hacer valoraciones teóricas, pero sí veo inmediatamente la sinceridad de un trabajo y tengo que decir que el enterarme de la presentación del nuevo libro ha sido la sorpresa más agradable que he tenido últimamente. Gracias, Antonio, por haber vuel- to a la escultura y hacernos partícipes del increíble resultado. No era justo que tanta sensibilidad y creación permanecieran ocultos. Matilde Grau Escultora y profesora de Bellas Artes H ace un par de años, en un viaje a la isla de Sicilia, me atrajo poderosamente la idea de subir al monte Etna. Desde la población de Catania se divisaba, en la lejanía, el perfil imponente del volcán con sus fumarolas blancas desplazadas por el viento varios kilómetros. La ascensión a la cima resultó ser una experiencia impresionante. Muy pronto se desvanece todo vestigio de vegetación y, aparentemente, de cualquier forma de vida. Inmensas masas de roca negra se retuercen y repliegan sobre si mis- mas. Son antiguos ríos de lava, tierra líquida fundida por la energía del fuego del corazón de la tierra. En las entrañas del cuerpo se percibe la presencia de una fuerza primitiva, original, modelando la tierra que pisamos y las formas que vemos. Siguiendo la dura ascensión, cada vez el entorno se vuelve más abrupto, y ya cerca de los tres mil metros nos encontramos con grandes placas de nieve, de varios metros de espesor. El contraste es cada vez mayor, tierra negra con mantos blanquísimos y con visibles capas de ceniza. Ya en la cúspide, la nieve desaparece debido al calor del volcán. El color del suelo es rojizo, de una aridez indescriptible. Al acercarnos a uno de los cráteres, de donde emergen vapores de agua y gases sulfurosos, tengo una fuerte sensación de vértigo delante de este paisaje telúrico. Mi corazón late con fuerza, es una experiencia única. Al poner las manos en el suelo se percibe el fuerte calor que emana de las profundidades; las piedras literalmente queman. Los sentimientos que me abruman son de hu- mildad y respeto. Nos encontramos cara a cara con el latido del corazón de la tierra. En el descenso, caminando con dificultad sobre pliegues de lava negra, en medio de un paisaje árido, yermo, como de otro mundo, tuve una sorpresa inesperada: descubrí, en medio de un sutil rellano, una pequeña planta verde, tierna, vigorosa, que nacía de la tierra quemada. Una paradoja, un milagro, una realidad impensable: de la más absoluta destrucción nacía la vida. La experien- cia de aquel viaje ha quedado muy viva en mi memoria. Recientemente, visité a Antonio en su taller. Un espacio muy amplio, con barras de hierro por todas partes, una enorme pila de sacos de carbón negro y sus gran- des esculturas de hierro retorcido, tensado, aplastado... Uno se encuentra de- lante de elementos esenciales. El fuego, ardiente, intenso, chispeante, animado por el flujo constante de aire. El ruido ensordecedor del martinete. Pero, sobre todo, la presencia del hierro incandescente que atrae la mirada e imprime un fuerte respeto. Elemento primigenio surgido de las entrañas de la tierra al que, desde hace milenios, el hombre lucha por dar forma. Antonio estaba allí, con su espíritu inquieto, su irreprimible voluntad de crear nuevas formas, formas que
Made with FlippingBook
RkJQdWJsaXNoZXIy NzgyNzA=