El Gran Dragón Rojo y la Mujer revestida en Sol (detalle). William Blake (c. 1805)

Los hechiceros del arte

Con el talento, no basta.

Son muchos los momentos en que me sorprendo a mí misma intentando encontrar en donde no hay, buscando en un mare mágnum de elementos perfectamente equilibrados y expresados, pero tan fríos y carentes de contenido como un cubo de estaño.

Y de verdad que deseo con todas mis fuerzas sentir algo, pero créanme que no lo consigo.

Nunca he estudiado arte. Lo mío son las ciencias, quizás porque prefiero aprender de la naturaleza que de mis congéneres.

Sin embargo, admiro el arte. Me cautiva la prodigiosa capacidad que sólo algunos privilegiados poseen de poder convocar tantas sensaciones a un mismo tiempo con un único y a veces sencillo mensaje. Resulta contradictorio. El ser humano, tan imprevisible e imperfecto, tan complejo y simple a la vez, despierta el mayor de los intereses cuando sabe abandonar esa cárcel materialista dentro de la que incomprensiblemente se reboza, y se deja llevar por su espíritu, único y exclusivo, inmenso, grandioso y rompedor. Es entonces, y sólo entonces, cuando se abre una puerta a la esencia del arte que mora en él. Me refiero a ese «poderío» que impregna a algunos con sus untuosos caldos y les convierte en maestros. Ya hace falta ser muy bueno para catarlo. Y mucho más bueno aún para saber aprender de ellos y contagiarse, aunque sólo sea «de oído» de su talento.

Hay artistas que representan la realidad, su particular modo de leerla quizás, pero su realidad al fin y al cabo. Hay otros muchos que prefieren inventarla para de este modo poder creérsela y sentirse más dichosos. Hay, por último, quienes abren ventanas a otros universos y permiten ver a través de ellas a todos cuantos se les aproximan con inquietud y ganas de ver más allá de lo visible.

Son los magos del arte, los hechiceros de las emociones, capaces de arrancar sensaciones al espectador que ni siquiera sabía que cobijaba. Y muchos de ellos ocultan esa rara habilidad tras un traje de ejecutivo o un mono de pintor de brocha gorda. Eso es trivial. Una mera circunstancia que no les afecta para nada. Andan por ahí y no dejan de buscar, porque no cesan de preguntarse. Esa tenacidad me impresiona y, lo más curioso, es que no lo pueden evitar, porque su espíritu es inquieto y no concede treguas a nada ni a nadie. De ellos deseo aprender, porque son pocos, pero trascendentales. Una Rara Avis.  Su talento, desafortunadamente, no es contagioso, pero su proceder siempre nos enseña algo. Su energía en el trabajo es inacabable. Les guía la pasión. Son de otra raza, esa de los hombres libres, sin cadenas ni ataduras, que buscan seguir su camino y cuyo arrojo no sabe de corrientes. Es triste tener que reconocer que nuestra querida Europa se haya convertido en una vieja decadente por culpa del engaño en el que todos vivimos zambullidos desde hace ya demasiado tiempo. Tanto tiempo que hay quienes no recuerdan la verdad, quizás también porque nunca la hayan conocido.

Pero no soy pesimista. Todo lo contrario. Hay un atisbo de esperanza para esta generación. La confusión oprime demasiado y la tensión es brutal. Los ciclos, como sucede en la naturaleza, son imparables, y tras la oscuridad, regresará la luz. Es preciso, me digo a mí misma una y otra vez, quemar en la hoguera de las vanidades el recelo y el temor, para poder ver más allá y sentir plenamente, porque el miedo nos esclaviza. Me refiero al miedo al ridículo, al fracaso, a la soledad, a la verdad.

Conocernos a nosotros mismos es conocer a los demás, pero además, hay quienes saben ser estelas.