Der arme poet. Carl  Spitzgweg, 1839

La patera

La paradoja del artista miserable

 

La icónica imagen del artista atormentado y miserable no ha quedado relegada al pasado. La pobreza, más bien la penuria, es un toro contra el que lidian actualmente numerosos artistas, cuya realidad es tan amarga como incomprensible.

La precariedad de condiciones ha sido y sigue siendo, para muchos talentosos, una constante en sus vidas a la que han llegado incluso a acostumbrarse, confundiéndose entre otros muchos de su misma condición para de este modo aliviar su soledad y su indigencia, pero celebrar su libertad.

Y aunque bien es cierto que, de alguna manera, parece ser que la escasez ha venido siendo históricamente un medio bastante proclive al desarrollo de la belleza interior, de la creatividad o del ingenio, la imagen del artista bohemio, tan experto en privaciones como prolífico, no deja de parecerme digna de análisis.

Y si ser artista es, como define Guillermo Abdala, «un canto acumulado en el tiempo para la dignidad, una dignidad sujeta a condiciones no entendidas por el ser humano y que deberán llegar en el silencio, la calma, el trabajo», ese pundonor pasa una dura factura al artista menospreciado por no contar con las debidas habilidades que el mundo del faranduleo exige.

Tan sólo una poderosa fortaleza creadora, y la mayor de las voluntades, consiguen alimentar el ímpetu artístico de algunos a quienes las penurias no hacen sino acidificar el mensaje de sus obras, cayendo a veces en una ironía, en un sarcasmo, fiel reflejo de la paradoja del mundo del arte actual, de la realidad de un arte corrompido por la especulación y carente de alma.

La plasticidad del artista –cuando la tiene–, le permite adaptarse a un mundo cambiante que somete a prueba su talante y su espiritualidad, sacando el mejor de los extractos o acabando con él.

Porque paradójicamente, vivir del arte es el auténtico lujo del artista, quien precisa, como el aire que respira, de su autoreconocimiento, de su amor propio, de una cierta vanidad que le es propia, para poder distanciarse de lo material y lo superfluo, y alcanzar estratos más altos, donde sentir el apogeo de la más total y absoluta libertad de expresión creativa, frecuentemente disfrazada y suplantada por una ilusión de libertad que no es tal.

La progresiva dependencia de artilugios y accesorios para conseguir el tan mareado estado de bienestar, envenena lenta y dolorosamente el arte, que se nutre de valores espirituales y ajenos a toda esa parafernalia de esclavitudes que no hacen sino amarrarle las alas para impedirle ver en perspectiva, desde cotas mucho más elevadas, donde todo es luz.

Preocupación por lo acaecido, reflexión o nostalgia por lo perdido.  La forma de hacer del artista de este modo desamparado, marca con claridad su actitud ante semejante desdicha. El propio arte mitiga los efectos de su pobreza. Aliviar su exigua suerte entre lienzos y pinceles es la prueba fehaciente de su condición, y de su casta.

La encumbración de quienes se vieron respaldados por el capital o el deseo de algún extravagante, no ha hecho sino que aumentar las distancias entre uno y otros. Ese endiosamiento que ciertos «pobres de espíritu» desprovistos de todo don, bajo ropajes artificiosos de falso engreimiento, altivez y arrogancia, han ido mostrando por algunas de las más poderosas galerías del mundo, nada suele tener que ver con el arte de calidad, con el auténtico, con ese que la mayoría de nosotros sólo acertaremos –como sumo–, a contemplar desde la humildad de quien no ha sido bendecido con tamaño talento.

Consuela intuir que no se engañan. Al menos, aquellos pocos a los que la vida no hizo tan insufriblemente necios. Su penuria interior tiene efectos mucho más desgarradores. El saberse desprovistos de aptitudes y capacidad es un lastre de insufrible carga que la fortuna alivia, pero no borra.

Y si es cierto que todo hombre tiene derecho a codiciar la libertad, lo que pienso que sucede es que esa libertad, en su más amplio concepto, no existe.