¡Maldito Parné!

Amorrando el hocico a la jofaina

Decía Voltaire que todos aquellos que creen que el dinero lo hace todo, terminan haciendo de todo por dinero. 

Pues bien, la tragicomedia de la actual vida cultural de este nuestro amado pero quijotesco país, sobrevive a base de imágenes tan esperpénticas como las mostradas por los espejos cóncavos del ocurrente Valle-Inclán en Luces de Bohemia. No es preciso aliñar más el salmorejo, porque la bazofia está sobre la mesa, y muy a pesar de disquisiciones o patéticas interpretaciones de indignación, todos parecen amorrar el hocico a la jofaina, pero voy a permitirme compartir esta breve reflexión que engendra el atragantamiento de insensateces que todos estamos padeciendo en silencio, con más o menos tragaderas, claro está. Semejante mojiganga de argumentos, tendencias imaginarias, extravagancias y mamarrachadas nunca había yo visto antes, al menos con tanto descaro. Y me refiero a los propios artistas, a los que, por respeto a los de verdad, me voy a permitir llamar artiportunistas. El pintor holandés Willem de Kooning reconocía que el principal problema de ser pobre es que te ocupa todo el tiempo. De de ser cierto porque el hecho de preocuparse tanto por hacer 'cuartos' no deja a algunos tiempo de hacer 'arte'. 

La bonanza económica de un pasado cada vez más lejano resultó ser muy ponzoñosa para el arte, y el cristalino estanque de nenúfares se fue convirtiendo en charca cenagosa donde pululan los renacuajos y croan las verdes ranas esperando ser desencantadas y convertirse algún día en príncipes del reino de la falacia o en alguno de sus fantoches consortes. Y es lógica tal saturación de artiportunistas, teniendo en cuenta que se ha venido otorgando el calificativo de arte a cualquier forma de artefacto, mamotreto o cochambre, siempre y cuando resulte novedoso y lleve la rúbrica de alguien previamente canonizado por galerías y museos de media barba, por muy descabellado que parezca. Que se de por bueno hoy, no significa que realmente lo sea y para fortuna de nuestros descendientes, el tiempo todo lo pone en su lugar. El oficio, el esfuerzo, la destreza o el talento son considerados un contrapeso para la imaginación, innovación o provocación. Lo paradójico es que nada de eso sorprende ya.  Y esto sin tener en cuenta el asunto del almacenaje, porque tamaña cantidad de trastos inútiles carentes tanto de sentido como de belleza no los quieren ni en los bazares. Enormes espacios donde lo adquirido huele a muerto y se amontona como en un desguace porque a nadie le interesa, quizás porque a nadie emociona desde la frialdad de su factura.

Lo que sí importa es vender, y a costa de lo que sea, conseguir el reconocimiento de quienes sabes que no son más que zotes siempre y cuando tengan guita. Ahí es donde tocamos hueso.  Resulta pasmoso observar la facilidad con la que se engaña y convence al profano, al crédulo, en un país donde nadie reacciona ante la burla o el ultraje, donde no interesa la sana crítica razonada porque preferimos el halago, aunque sea necio y desatinado. Y es que gracias al agasajo –adulterado e hipócrita las  más de las veces–, corren muchos por ahí repitiendo las mismas cosas, imitando las gracias de otros, sin tener ni pajolera idea de lo que están diciendo, para regodeo de todos cuantos se conjuran a favor de esta nueva contracultura por la que ni ellos mismos pagarían una perra, pero a la que han sabido ordeñar hasta la extenuación. Y por si fuera poco el descalabro, entra en juego el infeliz, y con ello aludo al artista de una cierta calidad y expectativas que contempla la función desde platea y ha pasado por alto los engranajes de esta peliaguda trama: éste es el caso que más me atribula, porque tiende a colocarse el capirote conceptualista y confederarse con la caterva de los descarriados, arrastrando las cadenas de su libertad expresiva a cambio de unas cuantas monedas, que tampoco demasiadas.   Pero como ningún perro lamiendo engorda, ello engendra frustración y desamparo, frecuentemente acompañado de desorientación y pérdida de realidad –diría el galeno– ¡qué calamidad!

El intento de banalización del arte para transformarlo en algo frívolo e inconsistente ha sido bueno, pero ha fracasado. Hay una resistencia, y viene pisando fuerte.