Decadencia y revolución

En el momento que los referentes culturales se desploman, se reinventan (o no) nuevos horizontes ante los cuales el hombre se desorienta y confunde. Es éste un caldo de cultivo –profundamente desazonado– y proclive a la mala hierba de la violencia, del belicismo sin causa. Y aún así, existe una lectura esperanzadora, puesto que toda crisis es preludio de un renacimiento reinventado, provocado por el hombre para desprenderse de los últimos jirones de su decadencia. Y todo declive sucede cuando el entusiasmo, el vigor creativo pero, sobre todo, la esperanza, se han desgastado, quedando tan sólo el hueso –áspero e inexorable– al que ni siquiera el perro hambriento logra echar el diente. Porque por todos y desde siempre es sabido –o debería serlo– que el hombre, abandonado por su espíritu de búsqueda, carente de fe, sobrevive, pero paralizado. 
Falta brío hasta para pronunciarse y levantar la voz de modo contundente. Esta sociedad que padecemos –desidiosa y astutamente entretenida desde los grandes medios de comunicación masivos– es cada vez menos «todos» y cada vez más «uno». La sintonía sucede «a distancia», sin roces, sin efluvios, sin multitudes que apabullen, sin reproche. Las conexiones son aparentes, virtuales. La realidad es solitaria. Era de esperar, en una civilización adicta al ocio, en la que todo esfuerzo requiere de su cacahuete, y donde se han olvidado los férreos principios que bautizaron a Europa como cuna de civilizaciones. 

El habitante de las modernas urbes europeas padece el irremediable mal del desarraigo, condenado a vagar entre etnias que desconoce y de las que recela, aunque no se atreva a reconocerlo públicamente. Animado a devorar alimentos que no digiere, creencias que no comparte, tradiciones que no ha mamado, el hombre muere de «globalización», de pérdida de identidad, de letal aturdimiento y con él, el arte es martirizado bajo el yugo de una aparente necesidad de impregnarlo de asuntos que no le competen y en los que jamás debería haberse visto envuelto. Arte político, arte social, arte reivindicativo, arte conceptual ¿Qué es esto,…sino un sinsentido que disuelve la médula del arte en un mar de corrientes dispersas engullidoras de luz donde todo va perdiendo transparencia para convertirse en un barrizal de fluidos estancados? El arte es arte y no necesita de adjetivos que lo clasifiquen. Creo que ha de ser impactante y provocador pero, ante todo, y por encima de todo, ha de ser bello, incluso desde su atrocidad o su atrevimiento, para despertar en el espectador esa experiencia sublime capaz de crear exaltación en el espíritu. Esa es la excelencia del arte en el que yo creo y al que defiendo por encima de cualquier otro argumento. Para todo lo demás, sugiero crear un nuevo léxico. 

El insensato, el necio, se emperra en desprestigiar el talento, la formación y la disciplina en el arte, pero eso sólo les hunde un poco más en la ciénaga de la mediocridad. Hordas de espeluznante vulgaridad y procacidad toman los centros ante la mirada desconcertada de quienes sienten en sus carnes que el camino lleva otros derroteros. Y lo más deplorable es que esas corrientes descarriadas y corrompidas arrastran y se llevan consigo al perplejo, al vacilante. Sólo logran mantenerse a flote los más contumaces, aquellos eremitas del arte ante cuya mirada –lúcida aunque no siempre displicente– se intimida el indocto y no sabe retraerse el necio sinsustancial. Porque la realidad es que no todo lo nuevo es revolucionario, entre otras muchas cosas, porque no todo lo nuevo es realmente nuevo. Lo que sucede con el necio es que él, simple y llanamente, no lo sabe. No lo aprendió. Como tampoco aprendió a ser humilde (la osadía del ignorante).

Exceso y banalización enmascaran un arte que ha sido vilipendiado, profanado por los conspiradores, por los manipuladores de las industrias culturales. Y en medio de este mar revuelto, los espabilados chapotean en actitud jocosa frente a quienes contemplamos estupefactos cómo puede el sistema haber caído en semejante decrepitud de miras, en tamaña insensatez.

Afortunadamente, nada de lo que acontece es nuevo tampoco, porque todos estos males atienden a ciclos. La dolencia que aqueja el arte actual no es un simple achaque. Es el fin de un periodo. Gran parte de los valores de culto que mantenían los pilares de nuestros templos han quedado desvencijados a la ligera, sin móvil alguno. Ahora sólo queda confiar en la resurrección de los ideales y en la reconstrucción de un nuevo escenario donde restablecer la dignidad y el prestigio perdidos.