Es la historia del ser humano una afortunada o tortuosa sucesión de aciertos y errores a través de los que nuestra experiencia ha ido adquiriendo —y acomodándose— en sus vicios. Hemos pagado duramente por nuestros equívocos y gozado la gloria momentánea de nuestras destrezas, pero el reloj nunca se ha detenido por nada de ello, sino que ha seguido adelante, muy a pesar del dolor y del desconsuelo de lo que iba dejando tras de sí. Porque la vida, no perdona. Implacable, inexorable, la vida, simplemente, es, y no hay piedad, condescendencia o delicadeza que valga con su contundencia.
Somos lo que somos, y por mucho que anhelemos que las cosas sean diferentes, nunca dejarán de ser lo que son. Sólo nuestra manera de contemplarlas altera su aroma y nos permite soñar con algo —real para nosotros— sin duda alguna, pero inexistente para el resto. Es sólo la percepción de la realidad que nos rodea lo que nos hace reaccionar y condiciona taxativamente nuestros actos. Y no crean, por favor, que esto que ahora declaro, es algo nuevo, porque no lo es. Es la historia de nuestra vida, de la nuestra y la de nuestros antepasados. De humanos y no humanos. Una historia pequeña, intensa a veces, incesante en su búsqueda, repleta de preguntas y ahogada en las respuestas. Andamos buscando momentos de intensidad en un mar de repeticiones, donde todo se sucede siguiendo un ciclo, un ritmo, marcado hace una eternidad.
Amamos, lloramos, reímos después, para volver a sentir que nada de lo que estamos viviendo es real. Nos creamos un mundo virtual dentro del que creemos ser importantes, pero, no es así. Nada es lo que parece. Todos formamos parte de un mismo universo virtual, porque nunca alcanzaremos más que aquello que consigamos por nosotros mismos, y aún asi, todo logro es personal e intransferible en su degustación. El momento, el instante de divinidad, es efímero y se desvanece al pretender materializarlo, cuantificarlo o transmitirlo.
Nuestra vida, nuestra historia, es tan relevante como cada uno de nosotros decida que ha de ser. La bondad, la paz, la integridad, la honestidad, y toda esa interminable serie de virtudes por las que muchos de nosotros luchamos fervientemente, sólo son reflejos del amor que somos capaces de generar individualmente. Somos potenciales generadores de historia. Tan sólo es preciso reflexionar y darnos cuenta de que hay que actuar siguiendo una sola estela: nuestra conciencia. Esa, que a veces parece confundirnos bajo la presión del exterior, pero que sigue intacta, sólo aturdida por el ruido del enjambre social. Porque esa conciencia, la que nos hace seguir un camino u otro, la que nos permite descansar por las noches y contemplar nuestro rostro frente al espejo por la mañana sin sentir la necesidad de bajar la mirada, sigue siendo la misma, ahora y siempre. La condición de ser persona no ha variado a lo largo de los tiempos y ese es su valor, el de lo intemporal. El ser humano es algo único, irrepetible, sofisticado, exquisito, inmenso en su potencial. Su espiritualidad es infinita, sus posibilidades, tan inmensas como lo es su capacidad de ver a lo lejos, y desde lejos. Todo un regalo que muchas veces no hemos sabido valorar.