Las mil y una tribulaciones del alma

 

Nuestra existencia transcurre entre encrucijadas de caminos. Tomemos el que tomemos, no hay tránsitos fáciles,... ni cortos. Es preciso tomar decisiones, incluso desde el convencimiento de que probablemente nos equivoquemos, porque son demasiados los factores a tener en cuenta, y eso sin contar con el acecho de lo imprevisible. Un día uno se da cuenta de que lo que hace apenas repercute en nuestras vidas, porque lo que realmente importa es la razón por la que lo hemos hecho. Miramos, creemos ver, decidimos en base a premisas que suelen ser ilusorias y luego, cuando se nos desmorona el castillo de naipes, maldecimos el error y a todo cuanto creemos ha podido tener que ver con ello, abriendo la puerta a la aflicción y al miedo.

Pero en realidad, hace tiempo que entendí que no se trata de lo bello que es el horizonte, sino de nuestra forma de verlo. Que no es preciso cambiar el contexto, sino la mirada. Que no existe una única visión reveladora hacia la que todos debamos converger, porque hay tantas realidades como perspectivas, y la comprensión de algo tan crucial es realmente el mayor de los poderes,  porque es sanador, revitaliza el cuerpo y aligera el peso del alma, nacida ingrávida.

Se trata de entender que toda la magnitud del universo yace en uno mismo, que todo es simplificable y accesible cuando se acepta y se afronta que no hay más realidades a nuestro alcance que la que nos permitimos ver, y que es preciso conciliarse profundamente con uno mismo para emitir luz.

Y me digo a mí misma una y otra vez que quiero ser como el faro en lo alto de su atalaya o en mitad de la nada. El asceta que no precisa de más luz que la propia para ser lo que es, para ser estrella en medio de la oscuridad, el lazarillo del desorientado.

Pero todo esto no es sencillo, y desentrañarlo no es algo que suceda porque sí. Uno descubre la magnitud de esa armonía tras largas y cruentas batallas sin vencedores ni vencidos, tras librarse —y no siempre— de las garras del dolor, tras entender que el miedo a volar te impide vivir. Y no deseo olvidar nada, para entender mis ques y porqués, para avanzar sin negar. Quiero recordarlo todo pero no llevarlo conmigo.

Cuando esto ocurre, y uno lo interioriza, muchas de las preocupaciones que asfixiaban tu día a día se disipan, convirtiéndose en algo episódico y trivial.

Para adquirir conciencia del entorno, primero es necesario respetarse a uno mismo, aprender a reconciliarse con la perfecta imperfección de nuestro proceder y amarse de verdad, sin pedirnos más de lo que podemos llegar a dar. Comprometerse con uno mismo es hacerse merecedor de una gran paz interior, libre de angustias e innecesarias exigencias que después se transforman en sinsabores.

Avanzar tan ligero de carga es posible, pero como ya he dicho, nada fácil de conseguir. Es preciso convencernos para pasar páginas, darnos cuenta de que no es imprescindible entender para querer, que no todo está a nuestro alcance, porque muchas veces basta con imaginarlo para vivirlo de una u otra manera.

Hemos convertido la vida actual en una carrera en la que unos se supone que ganan y luego se dan cuenta de que quizás la recompensa no paga las patadas dadas o las heridas dejadas tras de sí; mientras que otros pierden sin percatarse de que muy posiblemente se han quedado en el punto y en el momento preciso desde el que contemplar las Perseidas. No es tarea sencilla gestionar nuestro entender, aportarle sentido a nuestras vidas en medio de la adversidad, del sinsentido, de lo absurdo que muchas veces resulta el proceder del ser humano, autoproclamado especie superior ¡Qué ironía, cuánta vanidad! Uno se siente insignificante ante tanta obscenidad, ante tal despliegue de engreimiento y fatuidad. Y uno se dice que ha de seguir caminando, que no debe detenerse en la triste contemplación del aciago devenir de estos tiempos, y que el camino —que aún no ves—, se va haciendo con tus pasos, que no emites luz porque eres faro, sino que eres faro porque emites luz.