L’atelier de Bazille, rue de la Condamine. Frédéric Bazille (1870). E. Zola aparece representado sobre la escalera. Museo de Orsay (Paris)

El rincón de los rechazados

El duro dilema de elegir entre lo oficial y lo oficioso

 

En 1748, la Academia de Bellas Artes de París pone oficialmente en marcha, en el Palacio del Louvre, el Salon de Paris, un acontecimiento artístico que se convertiría en el más relevante del mundo durante casi ciento cincuenta años (hasta 1890). El Salón, la calidad de cuyas obras a exponer era celosamente custodiada por el estricto conservadurismo de los académicos franceses, se convirtió en cita esencial para cualquier artista con ambiciones que albergase deseos de triunfo.

En el año 1863, sin embargo, el número de obras rechazadas por el jurado resultó ser tan exultantemente escandaloso (más del sesenta por ciento de las obras habían sido repudiadas), que el emperador Napoleón III, en un alarde de benevolencia democrática, decidió destinar un salón a la exposición de los artistas rechazados oficialmente, con el fin de que fuera el propio pueblo quien arbitrara la legitimidad de las obras censuradas. En base a estas premisas, se inauguró, el 17 de mayo de 1863, el Salon des Refusés o Salón de los Rechazados, con pinturas expuestas desde el suelo hasta el techo.

Irrumpe en el escenario la figura del crítico de arte, cuyos escritos nutren las páginas de los periódicos con su abundante y ácido discurso, destinado a avivar la sublevación de las clases burguesas contra la vanguardia emergente. Lo realmente irónico del acontecimiento es que la propia y despiadada crítica que lapidaba el talento de muchos de aquellos vilipendiados y humillados artistas, hoy reconocidos como grandes figuras de la historia del arte, fue lo que realmente legitimó su validez y su trascendencia.

Paradójicamente, muchos de los que en su día impugnaban la manifiesta evolución que el arte comenzaba a experimentar, se veían irrevocablemente arrastrados por el magnetismo de un estilo ante cuyas formas y colores no podían permanecer indiferentes. La influencia de las nuevas líneas expresivas era descomunal, y la calidad de las obras presentadas, insuperable. Se trataba de un estilo realmente propio, perfectamente identificable, a salvo de tediosas comparaciones. Era el inicio del arte moderno.

Aquello significó una gran revolución para el artista, quien experimenta una profunda transformación. Ahora es el público quien dibuja su mundo y maneja sus musas. Se encuentra ahora frente a un dilema que va a torturar su libertad, y que le invita a optar entre ser reconocido o creativo. Édouard Manet, piedra angular de todo este movimiento, y considerado padre del impresionismo, resultó ser una de las figuras más contradictorias a este respecto. Aunque toda su vida anduvo en busca de la fama y el reconocimiento oficial, no supo desvincularse del enérgico torrente de profundas transformaciones que estaban teniendo lugar en el mundo del arte, y a las que contribuyó deliberadamente, intentando evidenciar la esterilidad de aquel arraigado academicismo que durante tantos años había gozado del favor real, frío, amanerado y carente de todo sentido.

Uno de sus mejores amigos, el escritor francés Émile Zola, también supo defender su posición, y la de tantos otros artistas continuadamente rechazados por los salones oficiales. En su novela La obra (1886), criticaba duramente los criterios descalificadores de la mayor parte de los salones de arte.

Durante la segunda mitad del siglo XIX, tuvieron lugar hechos muy relevantes. Los artistas optaron por convertirse en su propia y mejor obra de arte. Sintiéndose profundamente  incomprendidos, optaron por ser juez y parte, emancipándose, reuniéndose, compartiendo taller o participando en tertulias y debates donde encontrar un cierto amparo a su marginación. Algunos de los así rechazados, como Renoir, Monet, Sisley o Bazille, se reunían en el café Guerbois, en la rue des Batignolles, muy cerca de la casa de Zola, para departir sobre todo cuanto acontecía. La solidaridad de ese grupo, totalmente decidido a acabar con la intolerancia y obstinación academicistas ya resultaba, en sí, toda una revolución.

Organizaron sus propias exposiciones, burlando de este modo la intransigencia que les condenaba a ocupar los últimos rincones de las salas de exposición, o ser objeto de las más descarnadas burlas.

Con respecto a este último detalle, vale la pena recordar un párrafo de E. Zola, extraído de su novela La obra: «En la sala del Este, el almacén donde agoniza el gran arte, el desván donde apilan las vastas composiciones históricas y religiosas, frías y sombrías, se estremeció de pronto, y se quedó inmóvil alzando los ojos. Dos veces había pasado por allí, y no lo había visto. Alto estaba el cuadro, allá arriba, tan arriba que no acababa de conocerlo, puesto como una golondrina, pequeñito en su rincón...»

Es de esperar una gran decadencia en una época tan caracterizada por el brutal avance tecnológico, como por haberse ido despojando, una a una, de todas sus más hondas tradiciones y creencias. Enmascarada de innovación lo que no es más que una burda imitación del pasado, gran parte del arte que actualmente circula por los salones de los elegidos, apenas ha experimentado unos cuantos cambios, tan monótonos como infructuosos.

Y aunque bien es cierto, como decía Nietzsche, que el arte no se explica, sino que se siente, hace ya demasiado tiempo que nadie siente nada, excepto añoranza.

Resulta deplorable tener que asumir que el arte actual ha sumido al público en una profunda desafección y gran desconcierto, porque si bien es cierto que es preciso contemplar la evolución de la expresión sin condenarla, también lo es que las propuestas actuales distan mucho de poder llegar a seducir a una sociedad que ha sido tan manipulada que ha perdido gran parte de esa flexibilidad interpretativa que en vano se supone que conserva. Han sido demasiados los intentos fallidos, el tropel de mensajes torpemente codificados, excesivamente insistente la imposición de obras que nadie ha entendido, ni entenderá jamás.

Actualmente, muchos de los artistas rechazados por las plataformas oficiales de promoción cultural, continúan en la misma disyuntiva que condujo a Manet a oscilar entre lo oficial y lo oficioso, luchando por subsistir. Esa tan cuestionada y controvertida evolución hacia la que el arte debería tender, aún a costa de dejar atrás gran parte de los más arraigados principios, conlleva –digo yo– la creación de unos nuevos a los que aferrarse, pero ante un panorama como el que se nos presenta, donde todo redunda en sobresaturación, degradación o transgresión, me pregunto: ¿adónde nos dirigimos?