Desde Miami, con amor

De cuanto aconteció y yo supe constatar

Diferentes propuestas, grandes expectativas y escasas sorpresas, de las gratas, claro está. Un Miami disperso y variopinto dio cobijo a más de una veintena de ferias internacionales donde tanto galerías, como artistas independientes forcejearon por hacerse un espacio dentro del solicitado campo de visión.

Pese al aspecto un tanto circense que adoptó tanto el recinto principal como sus aledaños, quizás este año hubo menos pintura y arte convencional que nunca en un evento con fama de elitista pero que en esta edición me sorprendió por la escasez de agasajo y por su aire de bazar variopinto. Demasiadas ambiciones y poca concreción convierten una feria –y no digo que sea aún el caso–, en un batiburrillo de proyectos, a veces tan disparatados que sólo contribuyen a emborronar la ya de por sí turbia situación en la que lleva embarrancado el concepto de arte contemporáneo. Para degustar a los clásicos ya contamos con la de Maastricht, donde anualmente se dan cita los indiscutibles braceros de las Bellas Artes de toda la vida. No en vano es considerada la feria más prestigiosa del mundo, y cada cual debe seguir su propia lucha. Aquí, veníamos a ver otra cosa, al menos eso creía yo. Por fortuna, estábamos en otro continente donde aún se aplaude lo  extravagante y se da cancha al arribista. Desde luego, ni todo fue bueno, ni todo fue malo en Miami. Bien es cierto que una oferta tan amplia y, en muchos casos, tan disparatada como desquiciante, se hace difícil de absorber por los visitantes, quizás más abrumados por el espectáculo social que por el artístico, convertido las más de las veces en una simple anécdota. También lo es que cada uno reporta según le ha ido el mercado y éste fue colorista, salpicado de perifollo prêt-á-porter y asediado por el pavoneo de osadas vanidades jactanciosas en una ciudad donde, a tenor de lo que los propios miamenses confiesan, el arte no es más que una actividad lúdica para cuatro snobs con aspiraciones y dinero que gastar (durante años, los bancos de la avenida Brickell no han tenido inconveniente alguno en aceptar cuentas de clientes no residentes, por muy dudoso que fuera su origen).

Desde luego gente había, aunque sólo fuera por no perderse un acto de tamaño vaudeville, y no precisamente estaban guardando cola para optar a la compra de algún que otro retruécano o simulacro ocurrencial de difícil deglución y aún más penosa digestión. Donde se concentraba la expectación –sin tener en cuenta el lounge– era en torno a Másteres colados por las galerías a modo de comodín y disponibles al mejor postor cuyo más probable destino es la cámara de seguridad de un banco a la espera de que el mercado siga posicionándolas.

Pero Miami durante esa tan anunciada semana resultó ser mucho más que Art Basel –sin restarle a ésta el mérito de su inteligente estrategia retroalimentadora de ferias satélite que vienen a encumbrar aún más su indiscutible aunque cuestionable liderazgo–. Un nutrido acopio de exposiciones aspirantes integraba el cortejo de la abeja reina, colonizando los distritos de Wynwood, Midtown o incluso Downtown, que también reaccionó a la movida abriéndose un hueco en el epicentro financiero de la ciudad con una debutante Miami River Art Fair.

Y mientras que algunos trataban de vender mediante argucias, aunque sólo fuera al profano reportero, organizando algún que otro tinglado más propio de una pantomima teatral que de un espacio galerístico serio, otros, y no pocos créanme, vendían buen arte, a veces incluso sin venderse. Muchos de ellos –para mi satisfacción–, entraban dentro de ese colectivo que recientemente la coleccionista venezolana Patricia Phelps definía con acierto como preemergente. Eso sí, solía tratarse de creaciones que no precisaban manual de descodificación alguno para ser degustadas. La veterana Art Miami volvió a llevarse el voto del público. Allí –decían– era fácil ver belleza. Y al alcance de muchos, especialmente de aquellos dispuestos a adquirir un cuadro antes de conocer siquiera el nombre de su autor, movidos por puro placer, sin traductores, sin voz en off, sin más argumentos. Pero para constatarlo, y parafraseando a mi buen amigo Tomás Paredes, hay que estar allí.

En una ciudad donde se trabaja –no sé si mejor, pero desde luego que más– para salir adelante, y donde hemos podido constatar que no se atan los perros con longaniza, ubicamos nuestro muestrario de exquisiteces ultramarinas listas para ser degustadas; un singular abanico de expresiones artísticas que seleccionamos primorosamente y que deleitó a más de un transeúnte: Gustave-Mario Sepulcre, con sus personalísimos Vanitas acaparó cámaras y alabanzas. Javier Medina le daba el contrapunto con sus cautivadoras visiones metarrealistas (especialmente interesantes con la incorporación de unas gafas ChromaDepth®), fiel a una devoción y un discurso absolutamente innovador y sincero. Un talento al que vale la pena no perder de vista porque creo que conseguirá posicionamiento, especialmente si tenemos en cuenta que a la obra le acompaña un artista honesto y sin ardides. Los esclavos de bronce de J. Manuel Martínez impactaron por su veracidad y su sensual nobleza. Una obra limpia y, además, muy bella; las formas imposibles de Díaz García ahí estuvieron, indolentes  como rocas de acantilado. Y para postre, una de las más recientes incorporaciones al gabinete, Buces Renard, con su ilustre apellido y una pintura sin pretextos, en condiciones y con porvenir.

Por allí pasaron coleccionistas, no especialmente de aquellos que representan instituciones o fondos y que cargan a sus espaldas con la dura losa de invertir inteligentemente sus posibles. Aquellos a los que yo personalmente traté, también aprovecharon la ocasión, por qué no, de lucir su vestuario, sólo que estos no me hablaron más que de emociones, sensaciones e inquietudes. Y no tuvieron que consultar con nadie para desenfundar su tarjeta de crédito. Simplemente creyeron en su propio instinto y se dieron el gusto de sentirse parte de ese enigma desentrañable que siempre ha sido y seguirá siendo el arte.